miércoles, 26 de marzo de 2014

Toyota Celica









En esta última navidad tuve la ocasión de recordar mis primeros minutos detrás del volante, que no fue una experiencia "tradicional" como le suele pasar a la mayoría de los mortales que alguna vez pudo conducir un coche, pero por un cierto tiempo me daba repelús hablar del tema y en breve se entenderá el por qué. Ahora que ya ha pasado suficiente agua debajo de ese puente, y que estoy a salvo a más de 12.000 kilómetros del lugar de los hechos, puedo relajarme y ventilar un poco los hechos.

No es que haya sido algo secreto esto que pasó ni nada por el estilo, de hecho el acontecimiento me convirtió en alguien "popular" en algunos circuitos, solo que por un buen rato no fue muy divertido andar contando por ahí estas cosas para no herir la sensibilidad de los involucrados (entre ellos la mía). Curiosamente, según el marido que tengo ahora, este episodio es "100% yo",  que dice que no se sorprende en lo más absoluto que haya hecho eso que hice y que me haya pasado lo que me pasó.

Dejemos el preludio y vamos al relato. Todo ésto ocurrió
cuando uno ya comenzaba a figurar entre los mayorcitos que iban a la escuela secundaria, y eso conllevaba algunas libertades como que te dejaban escapar de las clases en las cuales te aburrías o hacías mucho lío, bajo la excusa de  utilizarte de mandadero del profesor de turno. Gracias a este régimen recuerdo habernos ganado varias mañanas libres en la costanera fumando cigarrillos de menta mientras hacíamos de cuenta que habíamos llevado a reparar  la videocasetera del colegio, o mediodías en la calle peatonall adonde íbamos a ver la vida pasar mientras alguno se encargaba de pagarle los impuestos inmobiliarios a la profe de música.

Y es en ese contexto que pasó lo que pasó, que el profe de una asignatura que
no voy a mencionar aquí primero porque no recuerdo bien cual era (lo cual es literalmente verdad, ya que con este sujeto tuvimos a veces religión, otras física, otras música, otras... Incluso se rumoreaba por ahí que había trabajado de cura unos 10 años atrás), y segundo para proteger su identidad que todavía sigue ligado a esa institución mientras espera que le llegue la jubilación con el 82% móvil. A lo que iba, que un día de esos en que aburrido comme d'habitude en su clase de ya no recuerdo cual, me pide que le acerque unos papeles que tenía que entregar en el Instituto de la Mujer. Los papeles estaban relacionados con su esposa, lo digo para que quede en claro la dignidad y el buen nombre de este pobre sujeto, que lo último que quisiera yo ahora es que comience a rumorearse una mala letanía bajo su ventana por culpa mía.

Acto seguido a la consigna, me da las llaves de su automóvil, diciéndome que allí estaban esos papeles. Su coche lo conducía a veces un alumno de una división superior cuando le tocaba hacer de mandadero,
 cosa que a mí obviamente me daba celos ya que siempre me preguntaba "qué tenía él que no tuviera yo" al verlo circular con el vehículo. Con lo que pasó después ya no me hice más esa pregunta. Cuando mi profe de ve tu a saber qué me entrega las llaves, le digo -mitad en serio y mitad en broma- que me iría conduciendo su coche a hacer ese trámite. El Instituto de la Mujer no estaba muy lejos de la unidad escolar donde nos encontrábamos, y supongo que la premisa original -la que me venía a proponer él- era que yo fuera caminando a tal lugar ya que mi profe de ya no recuerdo qué no podía saber si yo conducía o no, y la verdad-verdad es que nunca antes había conducido yo en mi corta y fabulosa vida. De todos modos, creo recordar (y esta información debería de ser importante si alguna vez me llamaran a testificar delante de un juez por esta causa) que él se encogió de hombros ante mi respuesta-medio-en-broma, y me dijo algo así como "lo que quieras". Acto seguido, se dio la media vuelta para retornar a la jungla-clase que tenía por delante, con la satisfacción de tener un salvaje menos con quien lidiar en la lucha cotidiana por la domesticación de esas bestias.

Obedientemente me dirigi al coche, que creo que era un Toyota Celica pero se ve
que mamá naturaleza es sabia y las neuronas que tienen que recordar hechos trágicos convenientemente se desconectan y se te borra toda esta información, así que puedo afirmar con seguridad que no recuerdo cuál era la marca del vehículo, pero que creo que era un Celica. De hecho, durante un tiempo me creí que era un "Renault Celica" pero wikipedia acaba de confirmarme que tales especies no
existen en el mundo automovilístico. Lo peor de todo es que podría resolver esta duda escribiéndole un e-mail al que era su dueño en ese momento y seguro que me lo contestaría con precisión, pero jamás lo haré. No hay que desafiar a mamá naturaleza ni a ninguna persona que lleve el prefijo de "mamá" en su nombre, que por algo hacen lo que hacen. Así que la historia tendrá que seguir con un coche de marca borrosa. Y así fue que llegué al Toyota Celica-maybe, abrí la puerta, encontré los papeles que tenía que llevar al Instituto de la Mujer, y luego ensayé sentarme  por un rato en el asiento del conductor para ver cómo se ve la vida desde ese lugar.

Mi vida creo que hubiera sido otra
totalmente distinta a ésta que me toca llevar ahora si no hubiera hecho lo que decidí en ese momento, que me pareció que ya era hora de acabárseme la etapa esa de mirar y mirar cómo ponen otros sus manos en el volante y practicar mentalmente cómo mover la palanca de cambios (que en este caso no iba a ser muy díficil ya que el mapa de "los cambios" estaba pintado con numeritos al lado del correspondiente palo ese que se usa para hacer "los cambios"), y que llegaba el momento de pasar a la acción.  Introduje la llave en la ranura esa donde ha de colocarse cada vez que uno quiere hacer arrancar la máquina, y la moví como había visto miles de veces hacerlo a mi padre, mi madre y otros adultos equivalentes. De repente, como por obra y gracia de un ente superior, tenía el motor encendido y el coche bufando como un león rendido a mis pies que acababa de despertarse.

Y así fueron mis primeros pasos detrás del volante, inconsciente, menor de
edad, sin ninguna experiencia previa que no fuera en un simulador mental mientras miraba a otros conducir. Tan mal no me fue considerando que hice unos 800 metros, quizás siempre "en tercera" (más tarde cuando mas o menos tuve una somera idea de lo que era conducir un coche, intenté reproducir mentalmente lo que había ocurrido en esa primera vez y creo que nunca conseguí "salir" de tercera). El auto se puso en movimiento un poco bruscamente, yo dándole al acelerador conseguí llegar hasta la esquina, girar  hacia la derecha sobre la costanera,
pasar por delante de la casa del gobernador e incluso saludar a la guardia de turno (que siempre hay que saludar a la autoridad militar o te pueden llenar de plomo), hacer unos 100 metros más sobre la costanera, volver a girar hacia la derecha, y enfilar en línea recta rumbo al destino prefijado. Por más que intenté rebajar la velocidad y volver a cobrarla vía la palanca de cambios, estoy seguro que siempre fui "en tercera" todo el  tiempo que duró esta aventura, pisando a veces más fuerte el acelerador y otras menos. El motor creo que nunca se detuvo, lo cual también fue todo un logro no quizás mío sino de los ingenieros mecánicos de Toyota.

Lamentablemente el Instituto de la Mujer no estaba sobre esa calle por donde yo
iba tan alegremente (que por suerte estaba casi vacía de vehículos), sino que había de girar una vez más (siempre hacia la derecha) luego de esos 600 metros que fueron bastante intensos para mí. Mi bautismo detrás del volante. Ya estaba cerca del destino, a unos 200 metros quizás.

Y ahí ocurrió la tragedia, que cuando intenté girar nuevamente, entre que el volante "no me respondió" (o respondió más bruscamente de lo que pensaba) y que al ponerme más tenso apreté con mas fuerza el acelerador, rápidamente perdí el control del vehículo. Creo que emocionalmente me olvidé que existía el freno, y solo me puse a utilizar el acelerador con el pie. El coche
anduvo como unos 50 metros en zigzag hasta que -ya fuera de todo control- se salió de la calle haciendo ángulo recto con la misma, se metió en la acera, y 5 metros más tarde fui a estamparme -siempre en tercera-  contra una pared que se encontraba allí. Y he de decir que tuve suerte de acabar mi aventura
justo contra esa pared y no un poco más adelante, que a 20 metros de allí se encontraba el edificio de uno de los periódicos de gran tirada de la ciudad, y no habría sido para nada interesante haber acabado adentro de ese edificio, y además en la tapa del diario del día siguiente.

Obviamente que mis piruetas con posterior final atrajeron la atención de cierto público que circulaba por allí (ya estaba bastante cerca del centro de la ciudad así que también era razonable que hubiera gente), que se acercaron primero
para confirmar que yo estaba vivo, y luego que no iba colocado bajo los efectos de ninguna sustancia. Y yo sin prestarles atención, intentando hacer arrancar nuevamente el vehículo ya estampado contra la pared que lo único que hacía -como que seguía siempre en tercera- era intentar seguir hacia adelante como ignorando el muro de ladrillos que tenía por cepo. Un amable señor, utilizando un trapo que imagino
que lo hacía para no dejar sus huellas digitales como evidencia que lo inculpara, consiguió desatascar el vehículo e incluso aparcarlo correctamente en el costado derecho de la calle (algo que yo ya me venía temiendo que iba a ser un problema, que sin ninguna experiencia al volante ya se notaba "a ojo" que aparcar el coche puede y debe de ser más difícil que conducirlo).

Como que no me interesaba mucho tener un enjambre de curiosos a mi alrededor motivados
por mi primer día por detrás del volante, después de verificar que el coche parecía como normal y que nada le había pasado, me hice de los papeles que tenía que llevar al Instituto de la Mujer -que como ya lo había dicho no quedaba muy lejos de allí- y me fui con ellos caminando hasta ese lugar. Luego volví al colegio también caminando que yo a ese vehículo no iba a volver a subirme solo.

En mi ingeniudad (o más bien dicho en mi estupidez) me creí que "no había pasado nada", y que lo que tenía que hacer en ese momento era conseguir devolver el coche del profe de noseque al lugar de donde lo había sacado originalmente.
Así que ni bien llegado al colegio, fui a sacar de su clase a un tal "Eduardo" que yo sabía que conducía desde hace tiempo (ahora que lo pienso, era relativamente fácil entrar en una clase cualquiera y anunciar al docente de turno con voz de señor mayor: "busco al alumno Eduardo García para una actividad requerida por el jefe de estudios. Debe traer el libro de texto de biología..." y que te lo dejen salir al muchacho inmediatamente sin chistar). Lo llevé al Eduardo a la escena del crimen contándole con detalle lo que pasó, mientras éste ponía cara de tampoco
recuerdo qué, pero seguro que buena no era. Llegados al sitio donde se encontraba el vehículo, Eduardo consigue ponerlo en marcha, y en conduciéndolo como se debe, regresamos rápidamente al colegio. En el camino, me hizo notar que el motor hacía un ruido extraño. Yo creyéndome que si seguía funcionando no debería de hacerme problemas, lo dejé hablar todo lo que quiso, llegamos al colegio, y dejamos el coche aparcado exactamente donde había estado una hora antes de todo esto. Acto seguido, le devolví las llaves al dueño del vehículo anunciándole -encima orgulloso- que había ido y regresado en su coche.

Igual, algo instintivo en mí me hizo salir corriendo para casa ni bien sonara el timbre de salida, que lo último que tenía ganas en ese momento era de ser testigo morboso del preciso
instante en que el profe-víctima y su Toyota Celica-maybe se encontraran. Igual, pueblo chico,... en unas pocas horas ya me había enterado del resto de la historia, que uno de los que regresaba a su casa en ese coche se encargó de explicarme con lujo de detalles la situación: que ya de entrada se notaba que el vehículo no "calibraba bien", y encima tenía una raya delatante en la parte delantera. Y que el ruido que hacía el motor era bastante molesto, como si todo el vehículo temblara.

A la mañana siguiente tuve la noticia de primera mano, que obviamente el profe-
víctima vino a tener una conversación conmigo, y qué sabia que es mamá naturaleza -vuelvo a repetir- que no tengo recuerdo alguno de esa charla, pero sí del diagnóstico que le dio el mecánico al que llevó su Toyota Celica (era un Célica?) por la tarde: el semieje se había doblado, y había que hacer chapa y pintura de la parte delantera.

Como era de esperarse, la noticia de mi aventura automovilística corrió como un reguero de pólvora por el instituto, y por unos días me convertí en una
especie de super-héroe local, ya que algunos vieron en ese accidente un acto de justicia, que al fin alguien consiguió hacerle algo al joeputaese que se lleva a todo el mundo a diciembre y a marzo, y eso me convirtió en un chico muy popular en determinados circuitos que ni siquiera sabía que existían.

La historia obviamente también trascendió los muros del colegio, que de repente me encontré con madres alejando a sus niños del paso de alguien peligroso como yo, chicas con sobredosis televisiva en búsqueda de un villano de telenovela con quien saciar sus instintos básicos que me miraban con cariño, señoras que no podían dar crédito a esa historia ("¿pero cómo te atreves a mirar a los ojos de tu profesor luego de hacer algo así?" recuerdo que me dijo una vieja del barrio mientras de fondo sonaba algo telenovelesco como ésto), y también conseguí ser introducido en varios eventos sociales de una manera muy peculiar: "éste es el chico que te había contado que le chocó el auto a su profesor"....
Tanta popularidad hizo que me decidiera contarle a mis padres de esta aventura lo más pronto posible, o acabarían enterándose en en la homilía de la misa del domingo de la parroquia local o, peor aún, cuando les cayera la factura del taller. Así que después de respirar un rato adentro de una bolsa y convencido ya de que la magnitud de lo hecho estaba muy por afuera de la banda esa que está entre promedio-menos-desviación-standard y promedio-mas-desviación-standard de cosas que hacen que te castiguen, fui a contárselo a mi padre que ya que era algo de coches seguro que le tocaba a él comerse ese marrón y no a mi madre  que no entendía ni de semiejes ni de chapa ni de pintura que no sea la de los productos Avon. Mi pobre padre que en aquellos días siempre me decía que yo tenía toda una vida por delante (pero nunca me avisó que también podría haber una pared), me escuchó en silencio contar poco a poco una historia ya editada convenientemente por mi y sin ningún melodramatismo (que no iba a conseguir nada con él coloreando esta historia con ningún matiz que no hubiera ocurrido), y después fue a hablar con el profe-víctima. No tengo ningún registro mental sobre lo  que hablaron. Seguro que me contaron el resultado de la conversación, ya que es otra de las tantas cosas que también se encargó mamá naturaleza de borrármelas de la cabeza.
Lo bueno de que te pasen esas cosas cuando tienes 16 o 17 años es que en breve ya pasas a la aventura siguiente y te olvidas de ésta. Y vaya que las hubo, por suerte... No se si por delicadeza o por sentido común o vergüenza de uno o ajena (o quizás fue esa frase de "cómo te atreves a mirarlo a los ojos..."), nunca más volvimos a tocar ese tema con mi profe, tampoco tuve que ir a diciembre o a marzo a pagar por mis pecados de juventud ya que -como ya debería ser evidente de todo este relato- tuve la gran suerte de ir a chocarle el vehículo a un muy buen tipo.

Unos años después de haber acabado el instituto, nos encontramos por una de esas casualidades de la vida él y yo arriba de un coche suyo, conducido por él, creo que ya no era el Toyota Célica-maybe sino otro.
En el asiento de detrás iban sus hijos, y la ruta a cubrir era de varios cientos de kilómetros. En algún momento el hijo menor preguntó en voz alta si nos íbamos a turnar conduciendo el vehículo, a lo que yo le respondí con una sonrisa nerviosa: "me estás tomando el pelo o que?" Y mi profe-víctima que me mira con sonrisa cómplice y suelta: "él no sabe nada". Y nos reímos un poco entre los dos como para aliviar la tensión, y continuamos con la ruta en silencio. He de decir que él nunca me ofreció conducir ese vehículo. Yo tampoco me ofrecí, que es de lo más sensato que creo que hice en mi vida.
Haciendo fastforward unos 25 años, llegamos nuevamente a  estas últimas
navidades donde una vez más me animé a ir a mirarle a los ojos y pasé a saludarlo. En esta ocasión, si bien le costó un poco reconocerme (quizás porque en la época del instituto yo no iba con mi marido a todos lados como ahora), pasados los saludos iniciales acabamos teniendo una agradable charla familiar con su esposa e hijos incluidos. En algún momento me suelta que su gran recuerdo conmigo es de un largo viaje que hicimos a Buenos Aires para ir a un evento de esos que solo ocurren en la gran ciudad, y que tuvimos que ir en tren, viajando unas 24
horas con estación obligada en cada pueblo del recorrido. No pude evitar sonreir  al recordar esa historia, que de hecho tuvo lo suyo no voy a negarlo, pero obviamente se me vino a la cabeza rápidamente la anécdota del coche que es la que yo elegiría para enrostrarle que en nuestro fabuloso pasado tenemos en común mucho más que 24 horas de ferrocarril. Quizás mamá naturaleza -tremendamente sabia- también hizo alguna cirugía entre sus dendritas en estos últimos años.

Pero ya tengo decidido que en mi próxima visita -hopefully pronto- ya estará él jubilado disfrutando de su 82% móvil, y yo alquilaré un Toyota Célica con el que
lo pasaré a buscar por el mismo colegio por donde seguramente andará merodeando recordando viejos tiempos. Y recorreremos juntos esos 800 metros en tercera, repitiendo cada pequeño detalle del evento original a lo Thelma & Louise pero con final feliz, que ya no podré chocar nuevamente contra la pared porque he podido constatar en mi último paso por allí que ahora ya hay una casa en ese lugar, así que no será una reconstrucción perfecta de los hechos pero de lo más aproximada que hay. Acabaremos en el Instituto de la Mujer, donde seguro que al menos un cafe nos podremos tomar mientras recordamos las verdaderas aventuras de nuestra juventud. Y si no sale bien, pues tendré que ir a diciembre o a marzo a probar suerte otra vez.

domingo, 9 de marzo de 2014

El día después









Y finalmente ha llegado la hora esa en la que ya no hay vuelta atrás. Hay pocos momentos en la vida
de uno en que se es consciente de estar delante de una situación de la cual ya no es posible apretar el botón de undo, y ésta es una de ellas. Haber comenzado la escuela secundaria fue uno de esos momentos, que por unos 3 minutos me quedé parado en la puerta del instituto pensando: una vez que cruce esta línea, por los próximos fucking 5 años voy a tener que despertarme a las 6 de la madrugada de lunes a viernes con el único objetivo de estar aquí de 7.15 a 13.30 rodeado de unos cuarenta homónimos mientras un grupo de adultos intentará rellenar con lo que sea todas esas horas para evitar que nos maturbemos con demasiada frecuencia.
"Todavía estás a tiempo de escapar" me decía una voz interna a la que nunca hice caso, pero está claro que a los 13 años no había mucha más alternativa que hacer lo que hice: ajustarme la corbata, cruzar esa puerta y hacer de cuenta que había crecido para no tener que confrontar el patetismo de lo que en realidad estaba ocurriendo.

Y ahora estoy ante otro de los momentos como ese, que me tocó ir a la narcosala del barrio para el control habitual que desde hace un tiempo me tiene sometida la autoridad sanitaria de turno por abuso de triglicéridos y transaminasas, y además presión diastólica sistemáticamente alta (palabras técnicas todas éstas que hace un par de meses desconocía totalmente).  La médica creo que decidió que yo era un caso perdido ya en la primer visita, y me derivó a una enfermera que pacientemente cada semana me toma la presión, aunque yo estoy seguro de que ella quiere hacer algo más conmigo, porque siempre me da los últimos turnos de la tarde cuando no hay más nadie en la sala de espera, y me atiende con el cabello suelto, y meneándolo a cada rato como si fuera la mujer maravilla. Una pena que ya esté casado para este tipo de aventuras, y que los encuentros siempre versan sobre lo mismo: "que hecho mierda que estás" me dice ella con una sonrisita seductora mientras me ajusta la banda esa esa por alrededor del brazo izquierdo que luego comienza a inflarse...
El viernes pasado llegué sobre las 19.30 a la consulta y no había nadie esperando en la sala. Asustado, fui a pedirle a un enfermero bien parecido que justo salía del lavabo bien acompañado si no me podía atender él, pero me miró con cara de agotamiento y me dijo que ya había atendido esa misma tarde a cuatro "como tú", y que ya estaba hecho y se iba a su casa.
Así que tuve que resignarme y volver con la chica de siempre, que ya estaba en la puerta con la melena al viento, esperándome.
Luego de tomarme la presión (que para eso tuve que quitarme la camisa, momento menos hot en mi vida no he encontrado todavía en mi archivo mental), pesarme y hacerme toda clase de preguntas personales invasivas del tipo de si estuve comiendo sin sal, y si hago ejercicios o no, etc, etc, me sentencia que mi presión diastólica sigue alta y que "va a hablar con la doctora para ver qué hacer". Acto seguido, sale de la habitación por unos segundos. Yo me imagino que eso de ir a hablar con la doctora es una excusa para ir a fumar un rato o contestar un par de whassaps de esos para quedar para ir al cine más tarde porque -como ya he explicado- no había persona en ese lugar más que ella y yo (el enfermero bien parecido ya se había ido a casa, y no puedo certificar que lo hubiera hecho solo).

En breve retornó con una sonrisa radiante, y sin anestesia ejecutó la sentencia: "dice la doctora que te tomes unas pastillas para bajar la presión, una píldora cada 24 horas. Te doy esta receta, vas a la farmacia, y nos volveremos a ver dentro de 3 semanas para ver los efectos. También te haremos un electrocardiograma la próxima vez, así seguro te encontramos otra cosa". Esa respuesta ya me la temía, que en sesiones anteriores me había contado ella con su sonrisita y melena de leona que si la presión no baja hay que medicar, luego hice un poco de research por cuenta propia (esto de tener marido que viene de esos territorios salvajes donde cada palabra que intercambias con tu médico te sale un dineral hace que te vuelvas eficiente para aprovechar las visitas al médico) pregunté con voz temblorosa: "¿y por cuánto tiempo tendría que tomar esas pastillas?" Y ella me miró con amor como Jesús en el Evangelio (Marcos 10, 21) y me dijo: "pues no lo se, muchos las toman por el resto de sus vidas. Ya te lo dirá la médica (esa que nunca da la cara)". Para no caer en pánico total intenté pensar las preguntas que me haría mi marido al regresar a casa a las que siempre yo le contesto "no se" porque realmente no las se, y entonces me salió algo como esto: "¿tiene contraindicaciones este medicamento?" A lo que ella largó una carcajada corta, para luego rematar con aire enfermeril (que no puede tener aire doctoral porque no es doctora sino enfermera) "todo medicamento tiene sus contraindicaciones. Ya te leerás el prospecto y lo verás."


Y ahí se acabó la consulta, mientras ella agitaba su cabello y se preguntaba en voz alta que ya era viernes y que no tenía planes para esa noche, antes de dar un portazo y partir, le dije que yo me iba a mirar precios de ataúdes y que prefería hacerlo sólo. Y salí de allí,  hundido y derrotado como la pajarraca de Eurovisión, receta en mano rumbo a la farmacia de turno más próxima. Empastillado de por vida a los 40 años, qué bajón! Quizás fue el instinto sajón que habita dentro de mí (porque está científicamente demostrado que porto ADN sajón) el que hizo que antes de entrar a la farmacia pasé por un cajero automático para sacar dinero, que ve tu a saber cuántos miles de bitcoins puede llegar a salir la pastilla ésta. "Serán unos 20 céntimos" me dijo amablemente la chica del otro lado del mostrador con una sonrisita de esas estudiadas que en realidad escondían un "pobre chaval, tan joven y guapo y ya hecho mierda". Igual no me pidió el DNI para darme el medicamento, así que la próxima vez envío a mi marido a por tan humillante momento.
No esperé a llegar a casa para abrir la caja que contiene unas 60 píldoras,"las 60 primeras" me decía
una voz nueva de entre las tantas que pululan por mi cabeza, que esto es un proceso inductivo: cada mañana después de llevarte a la boca una pastillita de éstas, te quedarás mirando el resto de la tableta, que allí estará la píldora del día después. Y así siguiendo...

Abierta la caja, el prospecto se desplegaba como una larga sábana lo cual ya me asustó bastante. Entre las cosas habituales que estaban escritas en la lista de posibles efectos adversos, de esas del tipo que si estás embarazada esto no te conviene, había algo como lo siguiente: "ha de tener en cuenta
que este medicamento disminuye la presión arterial en los pacientes de raza negra de forma menos eficaz que en los pacientes que no son de raza negra".  Casi me tuve que tomar una pastilla ahí mismo porque el corazón comenzó a latirme con fuerza, que jamás había visto un medicamento con estas contraindicaciones.

Por suerte una vez arribado a casa mi marido que es muy compasivo no preguntó mucho aunque no me dirigió la sonrisa cuidadosamente estudiada de la farmacéutica sino una más cercana al "y yo que me casé contigo porque se supone que ibas a cuidar de mi en la vejez, que errado he estado". Hablamos un rato de los prospectos y demás, lo de la raza negra que él ya lo sabía (es que mi chico es muy leído...), pero aún así no conseguí calmarme mucho.
Entonces decidí compartir mi amargura con los amigos virtuales, y enviar un mensaje a todos los usuarios de telegram del mundo mundial, que serán unos 12, contándoles de mi desgracia.
No tardaron en llegarme mensajes del tipo:
"Ah, yo tomo lo mismo, pero es mejor si te das 2 pastillas en lugar de 1 por día"
"No conozco ningún gordito por arriba de 35 que no las tome"
"Mi madre la toma desde los 50 años. Esa y otras más"
"Te puede dar tos"
"Te puede dar dolores de cabeza"
"Bienvenido al club"
"Tendríamos que hacer un grupo para discutir de los efectos colaterales"
"¿Sólo tienes una por día? Yo te cuento las mías: \begin{enumerate}...."
"..."
Como no me iba a quedar toda la noche del viernes viendo caer un mensaje mas delirante que el otro,  mi marido con buen tino me llevó al cine. Luego intentamos ir a un bar que tenía una de esas fiestas que solo ocurren en las películas, pero con el mismo efecto, que aunque el dress code era llevar poca ropa, la gente parecía que te miraba con una mezcla entre compasión y "te lo mereces por el estilo de vida que llevas". Al regresar a casa bien tarde por la noche no pude evitar encontrarme con la primer tableta de píldoras en la mesa del baño, impecable como si nunca la hubieran tocado. Todavía.
Y ahí me volvió a la cabeza esa voz que me decía que todavía estoy a tiempo de escapar, por unos días al menos. Esta vez no puedo andarme con la excusa de que solo tengo 13 años y que no puedo hacer otra cosa, y además uno de los profes guapos que tuve en el instituto siempre decía que lo que uno no hace de adolescente, lo hará de mayor. Y yo me debo una rebeldía desde esa época, si señor. Así que hemos cambiado los planes, de momento. Que nos vamos a esquiar por unos días  y no voy a andar ni con tos ni con dolores de cabeza adicionales durante esta actividad, que si me va a ocurrir lo de la mujer de Liam Nesson prefiero que mi marido después no le tenga que hacer un juicio a los que hicieron las pastillas racistas esas. Así que las pastillas de momento, fuera. Ya consegui el permiso de mi marido que en esta familia es la más alta autoridad en temas sanitarios, así que voy tranquilo. Y a no preocuparse que este viaje no será al estilo Thelma & Louise porque somos como cinco los que vamos y porque tampoco es plan rebelarse así a la autoridad desde tan temprano. Ya cuando toquen 5 o 6 píldoras por día ahí seguro que me planteo algo. De momento, a juntar fuerzas para poder lidiar con la primera de la primera. Me llevo la tableta para ponerla en el baño así me voy acostumbrando a verla cada mañana. Por algo hay que empezar...