miércoles, 26 de marzo de 2014

Toyota Celica









En esta última navidad tuve la ocasión de recordar mis primeros minutos detrás del volante, que no fue una experiencia "tradicional" como le suele pasar a la mayoría de los mortales que alguna vez pudo conducir un coche, pero por un cierto tiempo me daba repelús hablar del tema y en breve se entenderá el por qué. Ahora que ya ha pasado suficiente agua debajo de ese puente, y que estoy a salvo a más de 12.000 kilómetros del lugar de los hechos, puedo relajarme y ventilar un poco los hechos.

No es que haya sido algo secreto esto que pasó ni nada por el estilo, de hecho el acontecimiento me convirtió en alguien "popular" en algunos circuitos, solo que por un buen rato no fue muy divertido andar contando por ahí estas cosas para no herir la sensibilidad de los involucrados (entre ellos la mía). Curiosamente, según el marido que tengo ahora, este episodio es "100% yo",  que dice que no se sorprende en lo más absoluto que haya hecho eso que hice y que me haya pasado lo que me pasó.

Dejemos el preludio y vamos al relato. Todo ésto ocurrió
cuando uno ya comenzaba a figurar entre los mayorcitos que iban a la escuela secundaria, y eso conllevaba algunas libertades como que te dejaban escapar de las clases en las cuales te aburrías o hacías mucho lío, bajo la excusa de  utilizarte de mandadero del profesor de turno. Gracias a este régimen recuerdo habernos ganado varias mañanas libres en la costanera fumando cigarrillos de menta mientras hacíamos de cuenta que habíamos llevado a reparar  la videocasetera del colegio, o mediodías en la calle peatonall adonde íbamos a ver la vida pasar mientras alguno se encargaba de pagarle los impuestos inmobiliarios a la profe de música.

Y es en ese contexto que pasó lo que pasó, que el profe de una asignatura que
no voy a mencionar aquí primero porque no recuerdo bien cual era (lo cual es literalmente verdad, ya que con este sujeto tuvimos a veces religión, otras física, otras música, otras... Incluso se rumoreaba por ahí que había trabajado de cura unos 10 años atrás), y segundo para proteger su identidad que todavía sigue ligado a esa institución mientras espera que le llegue la jubilación con el 82% móvil. A lo que iba, que un día de esos en que aburrido comme d'habitude en su clase de ya no recuerdo cual, me pide que le acerque unos papeles que tenía que entregar en el Instituto de la Mujer. Los papeles estaban relacionados con su esposa, lo digo para que quede en claro la dignidad y el buen nombre de este pobre sujeto, que lo último que quisiera yo ahora es que comience a rumorearse una mala letanía bajo su ventana por culpa mía.

Acto seguido a la consigna, me da las llaves de su automóvil, diciéndome que allí estaban esos papeles. Su coche lo conducía a veces un alumno de una división superior cuando le tocaba hacer de mandadero,
 cosa que a mí obviamente me daba celos ya que siempre me preguntaba "qué tenía él que no tuviera yo" al verlo circular con el vehículo. Con lo que pasó después ya no me hice más esa pregunta. Cuando mi profe de ve tu a saber qué me entrega las llaves, le digo -mitad en serio y mitad en broma- que me iría conduciendo su coche a hacer ese trámite. El Instituto de la Mujer no estaba muy lejos de la unidad escolar donde nos encontrábamos, y supongo que la premisa original -la que me venía a proponer él- era que yo fuera caminando a tal lugar ya que mi profe de ya no recuerdo qué no podía saber si yo conducía o no, y la verdad-verdad es que nunca antes había conducido yo en mi corta y fabulosa vida. De todos modos, creo recordar (y esta información debería de ser importante si alguna vez me llamaran a testificar delante de un juez por esta causa) que él se encogió de hombros ante mi respuesta-medio-en-broma, y me dijo algo así como "lo que quieras". Acto seguido, se dio la media vuelta para retornar a la jungla-clase que tenía por delante, con la satisfacción de tener un salvaje menos con quien lidiar en la lucha cotidiana por la domesticación de esas bestias.

Obedientemente me dirigi al coche, que creo que era un Toyota Celica pero se ve
que mamá naturaleza es sabia y las neuronas que tienen que recordar hechos trágicos convenientemente se desconectan y se te borra toda esta información, así que puedo afirmar con seguridad que no recuerdo cuál era la marca del vehículo, pero que creo que era un Celica. De hecho, durante un tiempo me creí que era un "Renault Celica" pero wikipedia acaba de confirmarme que tales especies no
existen en el mundo automovilístico. Lo peor de todo es que podría resolver esta duda escribiéndole un e-mail al que era su dueño en ese momento y seguro que me lo contestaría con precisión, pero jamás lo haré. No hay que desafiar a mamá naturaleza ni a ninguna persona que lleve el prefijo de "mamá" en su nombre, que por algo hacen lo que hacen. Así que la historia tendrá que seguir con un coche de marca borrosa. Y así fue que llegué al Toyota Celica-maybe, abrí la puerta, encontré los papeles que tenía que llevar al Instituto de la Mujer, y luego ensayé sentarme  por un rato en el asiento del conductor para ver cómo se ve la vida desde ese lugar.

Mi vida creo que hubiera sido otra
totalmente distinta a ésta que me toca llevar ahora si no hubiera hecho lo que decidí en ese momento, que me pareció que ya era hora de acabárseme la etapa esa de mirar y mirar cómo ponen otros sus manos en el volante y practicar mentalmente cómo mover la palanca de cambios (que en este caso no iba a ser muy díficil ya que el mapa de "los cambios" estaba pintado con numeritos al lado del correspondiente palo ese que se usa para hacer "los cambios"), y que llegaba el momento de pasar a la acción.  Introduje la llave en la ranura esa donde ha de colocarse cada vez que uno quiere hacer arrancar la máquina, y la moví como había visto miles de veces hacerlo a mi padre, mi madre y otros adultos equivalentes. De repente, como por obra y gracia de un ente superior, tenía el motor encendido y el coche bufando como un león rendido a mis pies que acababa de despertarse.

Y así fueron mis primeros pasos detrás del volante, inconsciente, menor de
edad, sin ninguna experiencia previa que no fuera en un simulador mental mientras miraba a otros conducir. Tan mal no me fue considerando que hice unos 800 metros, quizás siempre "en tercera" (más tarde cuando mas o menos tuve una somera idea de lo que era conducir un coche, intenté reproducir mentalmente lo que había ocurrido en esa primera vez y creo que nunca conseguí "salir" de tercera). El auto se puso en movimiento un poco bruscamente, yo dándole al acelerador conseguí llegar hasta la esquina, girar  hacia la derecha sobre la costanera,
pasar por delante de la casa del gobernador e incluso saludar a la guardia de turno (que siempre hay que saludar a la autoridad militar o te pueden llenar de plomo), hacer unos 100 metros más sobre la costanera, volver a girar hacia la derecha, y enfilar en línea recta rumbo al destino prefijado. Por más que intenté rebajar la velocidad y volver a cobrarla vía la palanca de cambios, estoy seguro que siempre fui "en tercera" todo el  tiempo que duró esta aventura, pisando a veces más fuerte el acelerador y otras menos. El motor creo que nunca se detuvo, lo cual también fue todo un logro no quizás mío sino de los ingenieros mecánicos de Toyota.

Lamentablemente el Instituto de la Mujer no estaba sobre esa calle por donde yo
iba tan alegremente (que por suerte estaba casi vacía de vehículos), sino que había de girar una vez más (siempre hacia la derecha) luego de esos 600 metros que fueron bastante intensos para mí. Mi bautismo detrás del volante. Ya estaba cerca del destino, a unos 200 metros quizás.

Y ahí ocurrió la tragedia, que cuando intenté girar nuevamente, entre que el volante "no me respondió" (o respondió más bruscamente de lo que pensaba) y que al ponerme más tenso apreté con mas fuerza el acelerador, rápidamente perdí el control del vehículo. Creo que emocionalmente me olvidé que existía el freno, y solo me puse a utilizar el acelerador con el pie. El coche
anduvo como unos 50 metros en zigzag hasta que -ya fuera de todo control- se salió de la calle haciendo ángulo recto con la misma, se metió en la acera, y 5 metros más tarde fui a estamparme -siempre en tercera-  contra una pared que se encontraba allí. Y he de decir que tuve suerte de acabar mi aventura
justo contra esa pared y no un poco más adelante, que a 20 metros de allí se encontraba el edificio de uno de los periódicos de gran tirada de la ciudad, y no habría sido para nada interesante haber acabado adentro de ese edificio, y además en la tapa del diario del día siguiente.

Obviamente que mis piruetas con posterior final atrajeron la atención de cierto público que circulaba por allí (ya estaba bastante cerca del centro de la ciudad así que también era razonable que hubiera gente), que se acercaron primero
para confirmar que yo estaba vivo, y luego que no iba colocado bajo los efectos de ninguna sustancia. Y yo sin prestarles atención, intentando hacer arrancar nuevamente el vehículo ya estampado contra la pared que lo único que hacía -como que seguía siempre en tercera- era intentar seguir hacia adelante como ignorando el muro de ladrillos que tenía por cepo. Un amable señor, utilizando un trapo que imagino
que lo hacía para no dejar sus huellas digitales como evidencia que lo inculpara, consiguió desatascar el vehículo e incluso aparcarlo correctamente en el costado derecho de la calle (algo que yo ya me venía temiendo que iba a ser un problema, que sin ninguna experiencia al volante ya se notaba "a ojo" que aparcar el coche puede y debe de ser más difícil que conducirlo).

Como que no me interesaba mucho tener un enjambre de curiosos a mi alrededor motivados
por mi primer día por detrás del volante, después de verificar que el coche parecía como normal y que nada le había pasado, me hice de los papeles que tenía que llevar al Instituto de la Mujer -que como ya lo había dicho no quedaba muy lejos de allí- y me fui con ellos caminando hasta ese lugar. Luego volví al colegio también caminando que yo a ese vehículo no iba a volver a subirme solo.

En mi ingeniudad (o más bien dicho en mi estupidez) me creí que "no había pasado nada", y que lo que tenía que hacer en ese momento era conseguir devolver el coche del profe de noseque al lugar de donde lo había sacado originalmente.
Así que ni bien llegado al colegio, fui a sacar de su clase a un tal "Eduardo" que yo sabía que conducía desde hace tiempo (ahora que lo pienso, era relativamente fácil entrar en una clase cualquiera y anunciar al docente de turno con voz de señor mayor: "busco al alumno Eduardo García para una actividad requerida por el jefe de estudios. Debe traer el libro de texto de biología..." y que te lo dejen salir al muchacho inmediatamente sin chistar). Lo llevé al Eduardo a la escena del crimen contándole con detalle lo que pasó, mientras éste ponía cara de tampoco
recuerdo qué, pero seguro que buena no era. Llegados al sitio donde se encontraba el vehículo, Eduardo consigue ponerlo en marcha, y en conduciéndolo como se debe, regresamos rápidamente al colegio. En el camino, me hizo notar que el motor hacía un ruido extraño. Yo creyéndome que si seguía funcionando no debería de hacerme problemas, lo dejé hablar todo lo que quiso, llegamos al colegio, y dejamos el coche aparcado exactamente donde había estado una hora antes de todo esto. Acto seguido, le devolví las llaves al dueño del vehículo anunciándole -encima orgulloso- que había ido y regresado en su coche.

Igual, algo instintivo en mí me hizo salir corriendo para casa ni bien sonara el timbre de salida, que lo último que tenía ganas en ese momento era de ser testigo morboso del preciso
instante en que el profe-víctima y su Toyota Celica-maybe se encontraran. Igual, pueblo chico,... en unas pocas horas ya me había enterado del resto de la historia, que uno de los que regresaba a su casa en ese coche se encargó de explicarme con lujo de detalles la situación: que ya de entrada se notaba que el vehículo no "calibraba bien", y encima tenía una raya delatante en la parte delantera. Y que el ruido que hacía el motor era bastante molesto, como si todo el vehículo temblara.

A la mañana siguiente tuve la noticia de primera mano, que obviamente el profe-
víctima vino a tener una conversación conmigo, y qué sabia que es mamá naturaleza -vuelvo a repetir- que no tengo recuerdo alguno de esa charla, pero sí del diagnóstico que le dio el mecánico al que llevó su Toyota Celica (era un Célica?) por la tarde: el semieje se había doblado, y había que hacer chapa y pintura de la parte delantera.

Como era de esperarse, la noticia de mi aventura automovilística corrió como un reguero de pólvora por el instituto, y por unos días me convertí en una
especie de super-héroe local, ya que algunos vieron en ese accidente un acto de justicia, que al fin alguien consiguió hacerle algo al joeputaese que se lleva a todo el mundo a diciembre y a marzo, y eso me convirtió en un chico muy popular en determinados circuitos que ni siquiera sabía que existían.

La historia obviamente también trascendió los muros del colegio, que de repente me encontré con madres alejando a sus niños del paso de alguien peligroso como yo, chicas con sobredosis televisiva en búsqueda de un villano de telenovela con quien saciar sus instintos básicos que me miraban con cariño, señoras que no podían dar crédito a esa historia ("¿pero cómo te atreves a mirar a los ojos de tu profesor luego de hacer algo así?" recuerdo que me dijo una vieja del barrio mientras de fondo sonaba algo telenovelesco como ésto), y también conseguí ser introducido en varios eventos sociales de una manera muy peculiar: "éste es el chico que te había contado que le chocó el auto a su profesor"....
Tanta popularidad hizo que me decidiera contarle a mis padres de esta aventura lo más pronto posible, o acabarían enterándose en en la homilía de la misa del domingo de la parroquia local o, peor aún, cuando les cayera la factura del taller. Así que después de respirar un rato adentro de una bolsa y convencido ya de que la magnitud de lo hecho estaba muy por afuera de la banda esa que está entre promedio-menos-desviación-standard y promedio-mas-desviación-standard de cosas que hacen que te castiguen, fui a contárselo a mi padre que ya que era algo de coches seguro que le tocaba a él comerse ese marrón y no a mi madre  que no entendía ni de semiejes ni de chapa ni de pintura que no sea la de los productos Avon. Mi pobre padre que en aquellos días siempre me decía que yo tenía toda una vida por delante (pero nunca me avisó que también podría haber una pared), me escuchó en silencio contar poco a poco una historia ya editada convenientemente por mi y sin ningún melodramatismo (que no iba a conseguir nada con él coloreando esta historia con ningún matiz que no hubiera ocurrido), y después fue a hablar con el profe-víctima. No tengo ningún registro mental sobre lo  que hablaron. Seguro que me contaron el resultado de la conversación, ya que es otra de las tantas cosas que también se encargó mamá naturaleza de borrármelas de la cabeza.
Lo bueno de que te pasen esas cosas cuando tienes 16 o 17 años es que en breve ya pasas a la aventura siguiente y te olvidas de ésta. Y vaya que las hubo, por suerte... No se si por delicadeza o por sentido común o vergüenza de uno o ajena (o quizás fue esa frase de "cómo te atreves a mirarlo a los ojos..."), nunca más volvimos a tocar ese tema con mi profe, tampoco tuve que ir a diciembre o a marzo a pagar por mis pecados de juventud ya que -como ya debería ser evidente de todo este relato- tuve la gran suerte de ir a chocarle el vehículo a un muy buen tipo.

Unos años después de haber acabado el instituto, nos encontramos por una de esas casualidades de la vida él y yo arriba de un coche suyo, conducido por él, creo que ya no era el Toyota Célica-maybe sino otro.
En el asiento de detrás iban sus hijos, y la ruta a cubrir era de varios cientos de kilómetros. En algún momento el hijo menor preguntó en voz alta si nos íbamos a turnar conduciendo el vehículo, a lo que yo le respondí con una sonrisa nerviosa: "me estás tomando el pelo o que?" Y mi profe-víctima que me mira con sonrisa cómplice y suelta: "él no sabe nada". Y nos reímos un poco entre los dos como para aliviar la tensión, y continuamos con la ruta en silencio. He de decir que él nunca me ofreció conducir ese vehículo. Yo tampoco me ofrecí, que es de lo más sensato que creo que hice en mi vida.
Haciendo fastforward unos 25 años, llegamos nuevamente a  estas últimas
navidades donde una vez más me animé a ir a mirarle a los ojos y pasé a saludarlo. En esta ocasión, si bien le costó un poco reconocerme (quizás porque en la época del instituto yo no iba con mi marido a todos lados como ahora), pasados los saludos iniciales acabamos teniendo una agradable charla familiar con su esposa e hijos incluidos. En algún momento me suelta que su gran recuerdo conmigo es de un largo viaje que hicimos a Buenos Aires para ir a un evento de esos que solo ocurren en la gran ciudad, y que tuvimos que ir en tren, viajando unas 24
horas con estación obligada en cada pueblo del recorrido. No pude evitar sonreir  al recordar esa historia, que de hecho tuvo lo suyo no voy a negarlo, pero obviamente se me vino a la cabeza rápidamente la anécdota del coche que es la que yo elegiría para enrostrarle que en nuestro fabuloso pasado tenemos en común mucho más que 24 horas de ferrocarril. Quizás mamá naturaleza -tremendamente sabia- también hizo alguna cirugía entre sus dendritas en estos últimos años.

Pero ya tengo decidido que en mi próxima visita -hopefully pronto- ya estará él jubilado disfrutando de su 82% móvil, y yo alquilaré un Toyota Célica con el que
lo pasaré a buscar por el mismo colegio por donde seguramente andará merodeando recordando viejos tiempos. Y recorreremos juntos esos 800 metros en tercera, repitiendo cada pequeño detalle del evento original a lo Thelma & Louise pero con final feliz, que ya no podré chocar nuevamente contra la pared porque he podido constatar en mi último paso por allí que ahora ya hay una casa en ese lugar, así que no será una reconstrucción perfecta de los hechos pero de lo más aproximada que hay. Acabaremos en el Instituto de la Mujer, donde seguro que al menos un cafe nos podremos tomar mientras recordamos las verdaderas aventuras de nuestra juventud. Y si no sale bien, pues tendré que ir a diciembre o a marzo a probar suerte otra vez.

1 comentarios:

A las 27 de marzo de 2014, 8:38 , Blogger Nicolás Antonio D'Andrea ha dicho...

Juaz juaz. Por fin se dilucida el misterio del Pío XI.

 

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