sábado, 20 de octubre de 2012

Modern family

Finalmente, tras 9 años de convivencia, mi marido ha descubierto el secreto mejor guardado de mi existencia: que soy una persona a la que socializar le cuesta mucho,  que siempre llevo entre mis objetos personales una bolsa de papel para lidiar con los momentos de hiperventilación que ocurren cada vez que tengo algún tipo de interacción social no trivial con otros habitantes de este planeta, que voy al videoclub solo los martes y jueves porque los otros días atiende una chica que se sabe mi nombre y me da conversación, que me gustan ir a nadar y el cine porque se que voy a pasar al menos hora y media sin que nadie me dirija la palabra, y que paso más tiempo leyendo libros de lo que realmente me animo a confesar públicamente...
Y todo eso es... verdad. Pero cada cosa en esta vida tiene un motivo, y vamos a exponer el mío un poco aquí. Como mi terapeuta-masajista (en esta Europa en crisis, la poca gente que queda con trabajo tiene dos o más profesiones como para ir rebuscándose hasta llegar a fin de mes. Mi terapeuta-masajista además hace reiki, tarot y ahora está acabando un curso de peluquería por correspondencia en la Esade) repite como loro en cada sesión, la fuente de todos los males está en la infancia y en la familia de uno. Así que vamos a aprovechar aquí para sacar algunos trapitos al sol, cosa de explicar lo que me llevaron a ser lo que soy y actuar como lo hago. Que no soy yo sino mi circunstancia la que me lleva a hacer esas cosas.

Y comencemos con unas tías que tenía yo por ahí que 20 años después encima fui a descubrir que ni siquiera eran tías mías pero esa historia no viene al caso ahora. Que desde que yo tengo memoria de sus existencias, las pobres ya estaban entre los 70 años y la muerte, y no salían mucho de su casa. Así que cualquiera que fuera a visitarlas caía rápidamente en la categoría de esclavos suyos. “Vos que sos más joven...“ comenzaba siempre la letanía que acababa en unos recados algo ridículos como ir a comprar “medio kilo de pan flauta tostado“, la mayoría de las veces con menos dinero de lo que realmente costaban esos productos, y otras con billetes que ya habían salido de circulación, porque como nunca salían de su casa estas señoras, ni se enteraban que en el país había una inflación galopante y devaluación de la moneda cada dos por tres. Que los “pesos ley“ ya no existían, que los billetes marrones ahora eran verdes o vaya a saber uno de qué color, que cien mil millones de pesos ahora eran 10 centavos, y cosas por el estilo. Algunas veces teníamos que ir a comprarles coca-cola  cuando todavía venía esta bebida “en botella“, y había que llevar el envase vacío al kiosco para que te den el nuevo. Mis tías nos daban unos envases que no se donde los tenían escondidos, que estaban llenos de cucarachas. Y el almacenero a los gritos sacándome del local por haberle llevado toda esa asquerosidad allí. Ya de pequeño recuerdo ir un poco agobiado a hacer cualquiera estos recados, imaginando que el que estaba del otro lado del mostrador ya tenía tema para conversar con su esposa esa noche: ¿a que no sabés con qué se vino el friki éste hoy? No os será difícil imaginar que este tipo de actividades es un lindo caldo de cultivo para asociales, antisociales, Johns Nashs, unabombers y todos esos...
Pero no solo de tías viejas vive el hombre, que también está el entorno familiar más cercano. Mi padre, por ejemplo, que siempre me llevaba los domingos a acompañarlo a hacer la compra al mercado, que a mi me gustaba mucho esa actividad porque el paseo incluía siempre pasar por una pastelería y comprar unos merengues con dulce de leche. Que resulta que una vez se había quedado él conversando con una de las que vendían ahí, y yo para entretenerme me puse a sacarle la piel a unas cebollas que estaban en una cesta. Ella me preguntó entonces si no quería yo trabajar allí pelando cebollas, cosa que a mi me pareció la mejor actividad del mundo, porque de paso podías llorar sin que nadie te preguntara que por qué llorabas si los nenes no lloran. Y mi padre asintiendo con una sonrisa, y yo super contento que finalmente con la friolera suma de 5 años ya había conseguido mi primer trabajo. Y que cuando volvíamos de regreso a casa le pregunto inocentemente a papá que cuándo comienzo a trabajar pelando cebollas con la señora ésta. Y más carcajadas de él, y yo que en algún momento me di cuenta que era todo una broma y en consecuencia nunca más quise pasar por enfrente de ese puesto de cebollas, que seguro que se debe de estar riendo de mi todavía la verdulera. Y otra persona más a la lista de los que no quiero ver ni que me hable por el resto de mis días...

Y como me acaban de mandar un whasapp desde el mismísimo ministerio de la igualdad (que ahora con esta crisis ya ni existe como tal sino que es una oficina anexa de la secretaría de comercio, minería, hechicería y juegos de azar) advirtiéndome que no puedo nombrar por su género a unos de mis progenitores sin mencionar al otro so riesgo de que me caigan todas las de la ley, pues que caiga mi madre también. Que una vez en volviendo ya no recuerdo de dónde pasamos por enfrente del edificio de la Prefectura que tiene (o tenía) una fuente de agua en el parking. Ese día hacía una calor característica de cualquier mes del año en el pueblo tropical donde me tocó por castigo pasar mi infancia, que mi madre dice entusiasmada: “¿y si nos vamos todos a bañar a la fuente?“ Esa fue una de las mejores sugerencias que le escuché decir en toda su vida. Y yo super-contento con la propuesta, pero la ilusión me duró los 70 metros en los que se acercó el coche familiar (un Fiat 128 que ya estaba en las últimas pero al menos cabíamos todos ahí) a la fabulosa fuente, para después continuar en línea recta escapándose por la tangente en la dirección de la residencia familiar. Que recuerdo que monté en cólera y me largué a llorar de la indignación, y que incluso por varios meses después, cada vez que pasábamos por enfrente de esa fuente, yo recordaba el nefasto incidente de la ducha frustrada y me volvía a largar a llorar desconsolado... Y que mi terapeuta-masajista-reikista-tarotista-pelquerista (to be) cada vez que me escucha contar este relato intenta hacerme conectar mi amistad con Paula con la fuente de la Prefectura, pero que sepas -Paula- que yo resisto en las sesiones y jamás voy a darle ese gusto. Igual, visto en perspectiva, como que todo esto ocurrió durante los años de plomo, la sola idea de tener un Fiat 128 lleno de gente deteniéndose en frente de la fuente de la Prefectura suena como el preludio de una película de esas de las que da miedo ir a ver, así que creo que en el fondo entiendo por qué nunca llegamos a detener el coche para ir a bañarnos allí. Aunque cuando volvió la democracia pudimos ir a festejar bañándonos todos allí, pero nadie sugirió eso y ya éramos un poco mayores como para andar de descamisados por ahí.

Pero el gran contribuyente en el entorno familiar a toda esta fobia social mía creo que fue mi hermano mayor, a quien a partir de este momento llamaremos “M“ para preservar su identidad y buen nombre. Tengo también un hermano del medio que será denominado “m“ y -por cuestiones de igualdad nuevamente- he de mencionar a dos hermanas, que por abuso de notación también denotaremos por “M“ y “m“ respectivamente, pero que no serán mencionadas en lo que queda del texto, ya que tienen abogados super poderosos que podrían enviarme a Guantánamo en un plis-plas. 
Que resulta que “M“ era (¿era?) un maestro del entretenimiento personal... suyo, claro. Y nosotros, los de su entorno, sus juguetes. Que un día viene y me dice que un tal “Lino Gómez“ me había envíado un regalo, y que vaya a preguntarle a mamá por más detalles. Yo tan contento estaba con lo del regalo que ni le presté atención a la pobre suegra del tal Lino Gómez que en ese preciso instante estaba llorándole a mi madre la inevitable separación de su hija con el tal sujeto. Y yo entrando en la dramática escena como una tromba, a los gritos  “mamá: ¿quién es Lino Gómez?“.  Os podeis imaginar que después de ese episodio, esta señora también pasó a la lista de las personas a ser evitadas por el resto de mi vida, que el solo recordar el episodio me hace enrojecer de vergüenza nuevamente.

En otra ocasión me encontraba yo peleando con “m“ (el del medio) y en algún momento de la trifulca me arroja éste una piedra que conseguí esquivar sin que él se diera cuenta. Así que salió “m“ corriendo, asustado, pensando que me había acertado, y quizás presintiendo que en breve le llegaría algún tipo de castigo más bien humano que divino. En ese preciso instante aparece “M“ para ofrecerme sus servicios: si quieres que papá se crea que realmente te han dado un piedrazo en la cabeza, tienes que mostrarte dolorido, casi llorando, sugirió él. Y acto seguido comenzó a ayudarme a conseguir este objetivo. La “ayuda“ consistía en fuertes tirones del cabello con fuerza, y luego darme un par de coscorrones. La situación era tan hilarante que más bien provocó mi risa. Y como “M“ estaba empecinado en conseguir su objetivo, tuve que alejarme de él para seguir riéndome en otro lugar y preservar mi seguridad.

En su defensa he de decir que no recuerdo  haber sido el objeto preferido de su sadismo, que “m“ lo padecía más que yo, como cuando “M“ fue a comentarle a mis tías viejas -las cucaracheras- que “m“ cantaba muy bien. Y  como prueba de ello, les iba a venir a cantar una canción muy popular de esa región que ahora la canta Soledad por el youtube. Mis tías se entusiasmaron mucho con el proyecto, que obviamente no le causó mucha gracia a “m“ ya que él ni siquiera conocía la letra de esa canción. “Con lo viejas y sordas que están, éstas ni siquiera recuerdan la letra“ le siseó “M“ al oído, “andá y cantales cualquier cosa, siguiendo el ritmo de la canción, claro, y ya está“. Lo más sorprendente de toda esta historia surrealista es que “m“ asintió al pedido, y fue a cantar para mis tías, con la única condición de que lo iba a hacer detrás de una puerta porque le daba vergüenza cantar en público.
Y se largó a cantar nomás el chabón, hilando frases incoherentes, una más ingeniosa que la otra, pero siguiendo con perfección el ritmo de la canción en cuestión. En algún momento una de mis tías comentó por lo bajo “todavía no ha llegado la parte esa del surubí“, y acto seguido “m“ -que también las estaba escuchando por detrás de la puerta- hizo aparecer al surubí en su versión personal de la canción. Creo que es uno de los momentos más admirados que recuerdo de la vida de “m“, que salió airoso de esa operación y mis tías se murieron felices creyendo haber escuchado algo que ya habían oído antes.


 En fin, podría seguir con la lista de anécdotas pero ya me tengo que ir a dormir. Espero haber conseguido con estos relatos justificar mi azoocialidad. Por suerte conseguí un trabajo donde aceptan frikis, asociales, unabombers, Johny Nashers, y con eso paso inadvertido de momento. Y como el fetiche de Amélie con su saco de semillas, yo cada tanto voy al mercado, y cuando nadie me presta atención... le quito un par de láminas a unas cebollas y me largo a llorar... Por culpa de la cebolla, claro.